Después del «operativo clamor», impulsado hace pocos días, una movida cuidadosamente orquestada para reinstalar a Cristina Fernández Viuda de Kirchner en el centro del escenario político, la ex presidenta oficializó sus intenciones de presidir el Partido Justicialista (PJ) con una carta que refleja, una vez más, su ambición desmedida y su estrategia recurrente de concentrar el poder en torno a su figura. Esta maniobra no puede ser entendida fuera del contexto judicial que la rodea, con una condena en la causa Vialidad pendiente de revisión en la Cámara de Casación el próximo 13 de noviembre. Lejos de ser una mera coincidencia temporal, este nuevo movimiento revela la habilidad de Cristina para manejar los tiempos políticos en función de sus propios intereses, buscando reforzar su blindaje institucional ante posibles complicaciones judiciales.
La carta de Fernández Viuda de Kirchner, que se presenta como un llamado a la «unidad» del peronismo, resulta en realidad una jugada personalista que busca imponer su liderazgo una vez más, disfrazado de generosidad política. Con un lenguaje calculado y un tono paternalista, Cristina se ofrece como la única figura capaz de lograr la cohesión de un partido que, bajo su conducción, ha demostrado más fracturas que consensos. «Estoy dispuesta, una vez más, a aceptar el desafío de debatir en unidad», escribió, como si la unidad dependiera únicamente de su benevolencia, ignorando el profundo desgaste que su figura ha generado tanto dentro del PJ como en amplios sectores de la sociedad.
El discurso de la ex mandataria está plagado de contradicciones. Por un lado, clama por un peronismo unido, afirmando que «no sobra nadie», pero, por otro, sugiere que esa unidad debe estar subordinada a una dirección —la suya— y a un proyecto que, según su visión, es el único viable para «construir el mejor peronismo posible». En realidad, este llamado a la unidad parece ser más bien una invitación a que las distintas corrientes peronistas se alineen detrás de su figura, en un intento por centralizar el poder y relegar cualquier posible liderazgo alternativo. La retórica de la unidad, en boca de Cristina, suena vacía, especialmente cuando es ella misma quien ha sido, durante años, el factor divisorio dentro del peronismo.
Resulta particularmente irónico que Cristina Fernández Viuda de Kirchner se presente como la garante de la unidad en un momento en que el peronismo está claramente fragmentado. Mientras figuras como Wado de Pedro y Mayra Mendoza activaron la maquinaria para concretar su postulación, otros dirigentes, incluso dentro de su propio espacio, expresaron su incomodidad. Ricardo Quintela, gobernador de La Rioja, hizo pública su molestia por la forma en que se manejó la movida, y el silencio de Axel Kicillof al enterarse de la noticia desde el exterior no es más que un reflejo de la creciente tensión. El aparente consenso en torno a su figura es más superficial que real, y el malestar latente entre varios sectores del peronismo es un claro indicio de que su liderazgo está lejos de ser incuestionable.
La carta de Cristina Fernández no solo es un intento por reinstalarse en el centro de la política partidaria, sino también una nueva maniobra para reescribir la historia a su favor. En ella, no escatima elogios para su propia gestión y la de Néstor Kirchner, mientras apunta duramente contra el menemismo, al que responsabiliza de haber desviado el rumbo del peronismo. Sin embargo, resulta llamativo que apenas critique con superficialidad al gobierno de Alberto Fernández, del cual ella misma fue una pieza clave y cuyas decisiones fueron, en gran medida, producto de sus propias imposiciones. La afirmación de que «el peronismo se torció y se desordenó» es, además de ambigua, un intento por desvincularse de los errores de la gestión actual, como si ella no hubiera sido una de las principales arquitectas del desorden que menciona.
En el fondo, Cristina Elizabeth Fernández Viuda de Kirchner sigue aferrada a una narrativa que la coloca como la única capaz de salvar al país de la debacle. Sin embargo, esa narrativa, cada vez más desgastada, parece no reconocer las transformaciones que ha sufrido la Argentina en los últimos años. Su diagnóstico de que «la Argentina se ha vuelto imposible para la mayoría de sus habitantes» es, en parte, un reconocimiento del fracaso del proyecto político que ella misma lideró y que, en su retorno al poder en 2019, no pudo revertir. Sin autocrítica genuina, su carta apela nuevamente a la nostalgia de un pasado que ya no existe, intentando movilizar a un electorado que, en muchos casos, ha comenzado a buscar alternativas fuera del peronismo tradicional.
La estrategia de la Viuda de Kirchner de conformar una mesa de conducción dentro del PJ, compuesta por gobernadores, senadores, representantes sindicales y sociales, es otra maniobra destinada a simular pluralidad. En realidad, es poco probable que esta mesa tenga verdadero poder de decisión, ya que las grandes definiciones seguirán estando en manos de Cristina y su círculo íntimo. La «visión amplia» y la «autocrítica» que menciona en su carta no son más que gestos retóricos, sin un correlato en la práctica política. En su liderazgo, las voces disidentes no son bienvenidas, y cualquier intento por desafiar su hegemonía es rápidamente neutralizado.
No podemos pasar por alto el contexto judicial que rodea esta jugada política. A medida que se acerca la fecha del fallo en la causa Vialidad, Cristina necesita consolidar su poder y asegurarse el control del PJ para blindarse ante posibles condenas. Su insistencia en ser la conductora del partido no es solo un deseo de liderar el peronismo, sino también una estrategia de supervivencia personal. El peronismo, una vez más, corre el riesgo de quedar atrapado en las luchas internas de su figura más controvertida, mientras los problemas estructurales del país siguen sin respuestas claras.
Por último, la carta de Cristina Fernández concluye con una apelación al pueblo argentino, convocando a «todas las fuerzas políticas y sociales» detrás de un programa de gobierno que se oponga al modelo liberal libertario. Esta mención a Milei, quien se ha consolidado como una de las principales figuras opositoras, no es casual. La ex presidenta busca posicionarse como la única barrera ante lo que ella considera una amenaza para el país.
Sin embargo, esta estrategia de confrontación no hace más que alimentar las divisiones y polarizar aún más el escenario político. Lejos de ofrecer una salida a la crisis, Cristina Fernández Viuda de Kirchner parece empeñada en seguir jugando el mismo juego de poder que ha caracterizado su carrera política, dejando al país, una vez más, rehén de sus ambiciones personales.
En definitiva, la carta de Cristina no es más que un intento por perpetuar un liderazgo agotado, basado en la nostalgia de un pasado que no volverá, y en la imposición de un relato que cada vez encuentra menos eco en la sociedad argentina.
El peronismo, si quiere tener un futuro real, deberá comenzar a pensar más allá de los liderazgos mesiánicos que lo han definido en las últimas décadas.